Suplemento Ovación (página 2),
Diario UNO de Mendoza, 8 de febrero de 2004.
Vivimos, consumimos, difundimos y proyectamos un deporte de elite que en realidad es una caricatura de la realidad que mostramos o creemos como tal. Ocultamos que lo que crece y se manifiesta es una mente enferma en un cuerpo enfermo. Deporte y salud no tienen nada de inocentes, van de la mano en un juego perverso, pero rentable, tan rentable como enajenante.
Vale la pena poner de ejemplo a disciplinas que teóricamente son de bajo o nulo riesgo para la vida, como el fútbol, el deporte más popular del mundo. Hace unos días los mecanismos del sensacionalismo mostraron
cómo el delantero del Benfica, el húngaro Miklos Feher, de 25 años, dejaba la vida en la cancha, tal como sucedió siete meses atrás, con el camerunés Marc Foe, jugando la Copa de las Confederaciones. Son sólo
ejemplos, los más mediáticos, pero los casos se repiten en todo el mundo y ya no son aislados.
El disciplinamiento del cuerpo por parte de terceros se va manifestando desde temprano y en pequeñeces que a la larga son destructoras. Otro ejemplo: Carlos Tevez, a pocos días de reincorporarse a su club, tras
una competencia internacional, llegó con unos kilos de más y esto abrió todo un escándalo y posterior debate no sólo de cuál debe ser su peso ideal sino de las circunstancias de ese supuesto exceso de grasas .
Pero esto no se juzga, ya hay instalado un justificativo de tinte moral: “Se trata de profesionales que ganan fortunas”. Esto es otra mierda de la maquinaria que explota al deporte. Se trata de pibes, una minoría cuyos
suculentos salarios sólo chocan con la realidad (¿cómo se enfrentan a esos nuevos códigos de la riqueza?), lo que sumado a la función de “carteles publicitarios con pies”, termina de ponerles los grilletes en el Mercado del fútbol que los obliga a jugar en calendarios casi eternos con dos o hasta tres partidos por semana, a temperaturas extremas, lo que los lleva a sobrecargas físicas y emocionales que terminan, en el peor de los casos, en una muerte súbita.
En nuestro medio los pibes de las inferiores, en su mayoría entrenan todos los días, incluidas varias horas en un gimnasio. Corren y corren, y a la pelota le pegan y le pegan. La relación con ésta ha cambiado, ya no se busca el juego sino el dominio. En el vóleibol o el básquetbol, en nuestros clubes consumen esteroides y anabólicos. Bajo un buen justificativo la idea es transformar el cuerpo a la altura y anchura de las necesidades.
Pero volvamos a las ciencias aplicadas al deporte. La medicina ocupa un lugar trascendental. El deportista de elite pasa mucho tiempo en el médico tanto por lesiones, molestias, masajes, aplicaciones, operaciones
–una floreciente y rentable industria– y rehabilitaciones, o buscando una receta o una dieta o con psicólogos especializados en el rendimiento, el triunfalismo y la manipulación de estímulos o con preparadores físicos genios de la rutinización para el aprovechamiento de la fuerza y la velocidad.
El deportista de elite se retira atrofiado, envejecido y farmacodependiente, muy lejos del ideal del cuerpo sano y formado por especialistas que sólo procuraron de la mente de éstos sólo las funciones motoras. A éstos se suman los encargados del mercadeo quienes deciden, según la cotización en los mercados, cuándo se debe y a cuánto exportar la carne de deportista. Vale preguntarse si la vida de un deportista vale más que el fútbol (o cualquier otro deporte). De todas formas está en claro que lo único que vale es ganar y para eso hay que ser más atlético y dejar de lado la creatividad del juego donde la cabeza se tomaba un pequeño respiro de libertad.
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