Diario UNO de Mendoza (página 12), miércoles 11 de abril de 2012
Este árbol, que llegó de otras latitudes, es un fetiche.
Una
carta de presentación y de ornamentación
Ser tan predecibles, tan parecidos es uno de los signos, o
mejor dicho uno de los síntomas, del mendocino (como sujeto social), el que
también tiene la tendencia repetitiva de imitar alguna originalidad, algo
distintivo, que lo hace aún más previsible, y con la que apunta a (re)
presentarse dentro de la variedad, con sus respectivas excepciones y con
denominadores genéricos. Lo mismo sucede con el árbol que hoy le tapa el bosque
a esta columna: uno de los fetiches de la mendocinidad es la palmera (llamada palma
en otros lugares).
Este elástico árbol que llegó de otras latitudes es una de las cartas de presentación, de configuración, de ornamentación, de más de una calle, un condominio, una casa y hasta un interior. Se trata de una efigie con savia que retrotrae a un ahora efímero vacío, es infaltable en todo no-lugar (tomando a medias la definición del polémico antropólogo francés Marc Augé) de repetitiva intencionalidad, de excepcionalidad, de rareza, que lo convierte en algo para nada nuevo, ni inaudito, aunque no pierde su corteza de estatus.
A estos árboles depredadores de recursos hídricos, que llegaron al país hace un
poco más de 100 años y tuvieron hace varias décadas un lugar destacado en el
parque General San Martín, se los sigue viendo como novedosos, y no lo son:
muchas de las Phoenix sylvestri, añejas, anquilosadas con su pequeño penacho
cada vez más ralo se animan a mirar hacia abajo y de reojo a un originario
algarrobo.Este elástico árbol que llegó de otras latitudes es una de las cartas de presentación, de configuración, de ornamentación, de más de una calle, un condominio, una casa y hasta un interior. Se trata de una efigie con savia que retrotrae a un ahora efímero vacío, es infaltable en todo no-lugar (tomando a medias la definición del polémico antropólogo francés Marc Augé) de repetitiva intencionalidad, de excepcionalidad, de rareza, que lo convierte en algo para nada nuevo, ni inaudito, aunque no pierde su corteza de estatus.
Mas allá de sus pocas, bellas, verdes y flameantes hojas, que en su mayoría terminan de sobredimensionada y amarillenta escoba en una plaza o en las manos de un artesano, la palmera se caracteriza por su tronco, lo que hace que esta planta esté más cerca del sol y cada día más lejos de la sombra. Es un tremendo falo leñoso que se adapta a cualquier tierra pero que necesita mucha agua, humedad y sombra. La mendocinidad lo puede todo.
Además de las contraindicaciones geográficas y climáticas, siempre salvables, y las “ambientalistas”, siempre exceptuables, este arbolote tropical, además, carece de todo tipo de comodidad para un suicida, es poco proclive para decoración navideña y “no va” para que un perrito ande levantando la pata. Las palmeras de estas tierras están rodeadas de personajes presuntuosos, no como los que describiera William Faulkner en Palmeras salvajes, por los pueblos del río Misisipi, pero sí se asemejan por lo impersonales y absurdos.
Los taxónomos, botánicos y biólogos describen una gran variedad de palmeras como las trepadoras, espinosas, industriales y frutales. Están, y por acá las ornamentales tienen un lugar de privilegio en los viveros, cada una con su macetón decorado listo para cumplir con las rutinas de las mendocinidad.
Bien hemos condenado –facilismo de las columnas de opinión– a la palmera, esa que se banca la sequedad del Zonda o las heladas de invierno.
Hemos con la palmera tapado todo lo que había que decir de la poco original mendocinidad que busca, entre sus estrategias, esconderse con sus aires y refinadas cortezas en un conservadurismo “exótico” que no deja de reproducir bajo la hojarasca más de lo mismo.
http://www.diariouno.com.ar/edimpresa/2012/04/11/nota297852.html
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