Revista La Correntada (pags. 16 y17). Agosto de 2015.
En la web: http://revistalacorrentada.com.ar/2015/08/24/los-abrazos-de-eduardo-galeano/
“Elegir se considera de mal gusto; se cultivó la equidistancia con helado cinismo. El oficio de escribir se considera decoroso cuando se practica como coartada de quienes se avergüenzan de toda emoción y se arrepiente de toda pasión” (E. Galeano. “Nosotros decimos no”)
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Galeano en Mendoza. Foto de Mariano Nadalich. |
Un escenario claro: Latinoamérica, con sus personajes, sus protagonistas, sus contradicciones, sus dolores, sus revueltas, sus magias, y sus consignas; sus sueños y sus recuerdos; con sus colores, sus músicas, sus lágrimas y sus puños. Obvio que hablamos de Eduardo Galeano, el periodista, el escritor, el setentista de los setentismos del nuevo siglo.
Galeano, el escribidor que también se aferró a la imagen para llevar con la oralidad el logrado microrelato a sus públicos. El narrador de sus textos, esos donde la metáfora marcha en primera línea, donde la anécdota libera historias y desenlaces múltiples. Sabía del poder de la palabra y se empoderó de ella en todas sus formas. Fue sonoridad, y cadencias; puntos, suspensivas comas. Centralizó en sí mismo los planos de la imagen que lo tuvo en foco, como protagonista en sus últimos años, cuando repasó su obra, cuando su voz recreó la existencia de esos rincones olvidados, esas historias negadas, esas personas deshumanizadas.
“Busco hechos de la realidad para que la realidad me cuente cómo son las realidades que ella esconde”. Galeano, el que escribió Historias de Fuego y dirigió la revista Crisis, fue un militante sin partido, un contestatario que se dejó seducir por las izquierdas y los movimientos populares. Fue un buscador de alianzas inconmensurables, y quien mientras más “políticamente correcto” se ubicó, más discusiones y críticas abrió y cosechó dentro del campo de la lucha y la resistencia.
Galeano jugó con su prosa y su prosa recordó los juegos de las culturas dueñas de estas tierras, aunque su debilidad, hablando de juegos, fue el fútbol; quizás por eso formó delantera con dos amigos, Osvaldo Soriano y Roberto Fontanarrosa, con los que compartió la pelota en ese equipo rioplatense donde lo fantástico y lo heroico pasaba, también, por los suburbios o un café.
Y jugó a gambetear géneros, prejuicios y encasillamientos. Los manuales pertenecían al enemigo. Llenó su extensa obra literaria de política, su obra periodística de literatura. Hizo periodismo comprometido en el texto y en el contexto. Sabía que un buen texto llevaba consigo otros tantos.
El escritor uruguayo fue un admirador de Rodolfo Walsh, con quien no solo recorrió la Cuba revolucionaria sino que intentó embarcarse en ese periodismo que buscaba ser reconocido como un género literario. Y al respecto, podemos hablar de Galeano con lo que él dijo sobre su “maestro” Walsh en una entrevista que la Agencia ISA le hizo, en Montevideo, en 2006. “No vivió ni mentido ni mintiendo, no usó ninguna mascarita para andar por ahí. Rodolfo eligió, en las palabras que escribió y en la vida que vivió, un camino difícil: el camino de la comunión entre la palabra y el acto, entre el compromiso político y su tarea creadora”.
Galeano buscó escapar de la solemnidad del mundo de la literatura y de sus literatos, lo hizo como su amigo Roque Dalton, ese poeta salvadoreño de la discrepancia, del fusil, ese que “nunca aprendió a callar ni a obedecer, y ejercía un desafiante sentido del humor y el amor”.
Leyó poetas e hizo que éstos revisaran sus textos antes que dejaran de serle propios. Así Juan Gelman fue uno de sus críticos íntimos, ese que lo llevaba a sus “más profundos adentros”, ese que “celebra esa unión peligrosa y fecunda, la voluntad de justicia y la voluntad de belleza”.
Memoria, una palabra tatuada en su acción. La memoria de los genocidios que sufrió esta tierra, con sus destierros, desapariciones, torturas y exilios, condición ésta que también conoció el autor de Patas arriba. Recogió, guardó y escribió de las memorias de sus pueblos, las escribió también en el barquito de Haroldo Conti, “su hermano del alma”, ese escritor del río que la dictadura lo arrojó a los tiburones.