Diario UNO de Mendoza, miércoles 14 de diciembre de 2011 (página 12)
Las organizaciones ambientalistas muestran una
nueva forma de hacer política
Una mañana los tiene como epicentro en General Alvear, otro día “toman” San Carlos, a la semana siguiente se multiplican en Uspallata, o un mediodía hacen ruido en pleno centro. Tienen un encuentro en Tunuyán o en caravana le dan color a una ruta nacional o andan a los saltos y haciendo flamear sus banderas entre las ancas de la Legislatura.
Cortan calles, panfletean, se movilizan, juntan firmas, se reúnen en asambleas y suman adherentes de los más disímiles y de tradiciones y sectores, en un principio, contradictorias entre sí.
Son los ambientalistas, los ecologistas, los antimineros mendocinos, son una especie de indignados. Obvio que salvando las distancias, las formas y los tiempos con el movimiento antisistema en boga que crece en el Hemisferio Norte: los de las tierras regadas por la cordillera de los Andes llevan varios años más de lucha.
Descreen de los políticos y de las leyes más allá de que acepten a más de un funcionario entre sus filas y exijan una legislación que vete todo tipo de explotación minera contaminante.
Construyen alianzas horizontales, se definen a toda voz como defensores del agua y a sus acciones las justifican con el salvataje del medio ambiente en un futuro próximo. Quizás ahí, en la visión y el compromiso con el futuro, radique una de las diferencias con ese modelo de lucha desestructurado, el indignado, que nació en España, se expande por Europa y está tomando auge y fuerte contenido político ideológico en Estados Unidos.
Los recientes procesos de movilización popular en el país, de los piqueteros pre y pos “que se vayan todos”, a los entrerrianos contra la instalación de la papelera Botnia sobre el río Uruguay, sobrepasan las estructuras tradicionales y los métodos de representación. Son desconfiados, desencantados y huelen la traición, pero también tienen utopías, construyen lazos de solidaridad y son consecuentes más allá de las diferentes visiones y los métodos que proponen sus integrantes.
Tienden a buscar un objetivo prioritario, tangible y dicen que evitan perderse en análisis y reivindicaciones “partidarias e ideológicas”.
La lucha contra la contaminación del agua, la no desaparición de las cuencas, son el motor fundamental que los une y los eyecta a tomar la palabra, a poner el cuerpo. En sus asambleas también encuentran puntos en común a la hora de hablar de cuidar el oasis y conservar el sistema productivo actual.
Conocen de derrotas y de triunfos. Lograron cajonear una ley que aprobaba un megaproyecto y hacerle cambiar la estrategia al oficialismo para no perder el poder. No tienen el peso para “cambiar” gobiernos, ni lo buscan, pero sí para obligarlos a dar volantazos y forzarlos a guardarse por un tiempo en sus trincheras, mientras esperan el momento para darle vía a ese centenar de nuevos proyectos mineros que tienen en carpeta.
La minería extrae elementos fundamentales, finitos, agotables y obviamente muy rentables. Son la principal fuente de recursos en la economía de muchos países y el elemento “fundador” de muchas ciudades.
La minería no sólo contamina los suelos y el agua, produce enfermedades y quienes se ven obligados a trabajar en esos lugares, con sueldos miserables, tienen un promedio y una calidad de vida menor que el de cualquier otra actividad.
Desde la época de la conquista, la minería y la agricultura reprodujeron un sistema de explotación, miseria y esclavitud, del que aún hoy son víctimas varios países de Latinoamérica.
Estos militantes de la Asamblea del Agua, ambientalistas, ecologistas y antimineros están buscando nuevas estrategias para enfrentar ese proceso histórico de destrucción, apropiación y avasallamiento de los recursos naturales, de la madre tierra, sobre todo en los países periféricos, como el nuestro.
Se trata nuevas formas de organización, de solidaridad, de discusión y de hacer política.
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