Diario UNO de Mendoza, 18 de enero de 2012
Pululan, crecen y se amontonan.
Ya son una marca registrada de estos tiempos y de estas tierras
La basura deja su huella, su impronta y su marca registrada. Es como un testimonio de rutinas, de modos y costumbres. O también se evidencia como tic y reflejo cultural.
Pulula, crece, se amontona. La basura está por todos lados: en las calles, las plazas, las acequias, en los pocos espacios verdes y en los costados de las rutas.
Basura, suciedad, residuos, desechos. Manifestación fáctica de consumo, de trascendencia light, de vínculos cargados de mugre (por sus características grasientas) y llenos de esa roña (con su connotación corpórea) que cree desaparecer al refregarse sobre sí misma. Envases, envoltorios, bolsas, sobrantes. Son esa parte de la porquería que se deja atrás cuando la otra parte sació el instante, lo efímero.
Recorrer el Parque es también visitar un sembradío de hediondos pañales, botellas, papeles y flameantes plásticos, nailons y látex decolorados y abrazados entre sí en algún tronco o flotando en las márgenes del Lago.
Pero en esta sucia Mendoza los veranos tienen en su azarosa agenda más de una furiosa tormenta que limpiará, obviamente en parte, esos espacios verdes, acequias, canales y banquinas, la que turbulentamente arrastrará hacia los bajos los fetiches de los que más consumen. Allí, en algún punto se concentrará todo el desecho para anegar, inundar y armar complejos lodazales en esas barriadas y caseríos que parecen estar cada día más lejos de todo. Hay que reconocer que una proporción de la basura es levantada por los servicios públicos, la que es esparcida en algún descampado o detrás de un cerro.
Fermentación, podredumbre y roedores harán parte del trabajo, aunque nuevamente los plásticos, nailons y látex afinarán sus alas esperando que la azarosa agenda climática les traiga un fuerte Zonda para volver a recorrer la ciudad.
Hay quienes se adelantan por la basura al recorrido formal. Son quienes cargan en sus carros, tirados por sangre equina o humana, y llevan hacia los horizontes del oeste una parte para reciclar, o se alzan con todo para hurgar y encontrar qué darles de comer a sus hijos, o alimentar sus cerdos para luego poder darles de comer a sus hijos.
La basura también la generan las fábricas, las destilerías, las industrias. Éstas son quizás las que menos se perciben, las que más envenenan. Sus residuos se mezclan en los cauces, esos mismos que riegan suculentas lechugas y pintones tomates; se filtran en los ríos subterráneos y terminan intoxicando los pozos de agua donde no llega potabilizada.
Habría que imaginarse aún lo que generaría de basura una Mendoza minera, cuando esta actividad es una de las que más residuos producen y esconden. Si no se puede con unas bolsitas, menos se podrá con el veneno de “estas millonarias inversiones”, esas que a la larga, después de llevarse todo, dejarán desempleo y tanto la tierra como el agua inutilizables.
Una gran basura, y con ruedas, es también la chatarra que llega importada de otros países: los troles. Esta provincia compra esos sobrantes usados y destruidos, mientras que los vendedores, además de ahorrarse la contención y el tratamiento de ese desecho, de paso se hacen un negocio redondito al recibir una tracalada de dólares.
La basura está y pulula. Si bien es parte de un modelo económico y sociocultural, se esconde como fetiche detrás del consumismo desmedido, la inoperancia, el desprecio y las falsas acciones.
Basura es el silencio ante el trabajo esclavo y la explotación sexual.
La mugre se internaliza, se vuelve invisible al tapar los ojos, inodora al convertirse en narices.
Es obvia cuando todo es desechable, cuando se convierte en rápidas y descartables palabras kitsch, en frases hechas, en conceptos vacíos.
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