Relato, publicidad, camellos voladores en la televisión. Ofrendas. Reverencias. Ofertas, ferias y cuotas. Nacionales e importados, los juguetes. Premios y castigos, a los chicos. Pastito y agua, en las veredas. Esperas. Y pedidos, sueños, extorsión. Explicaciones perversas, silencios y excusas. Otra vez el mundo de los niños avasallado, usurpado, idiotizado, mercantilizado.
Pero para estos pibes y pibas rebeldes e inconformistas, que quizás ya no eran tan pibes y pibas, se trataba de personajes forzados, uno de ellos, el mismo tipo que se sacaba el rojo disfraz de panzón barbado y se ponía uno más brillante, liviano y una corona, y ahora con dos amigos también de ropaje coloridos. Dicen entender la farsa, una de las tantas que les inculcan para fortalecer las culpas, y por lo menos con esta actuaban y pedían la abdicación de los Reyes Magos, querían los camellos liberados junto con el oso Arturo y el tortugo Jorge también.
Tarea imposible la de resistir y oponerse a toda la metralla cultural que se esparce sobre cuanto rincón y momento pueda ser ocupado por un niño. Metralla espiralada que asegure el deja vu para que un día la víctima del payaso sonría al hacer de payaso.
Ensueño, desengaño, ansiedad, expectativas. Resignación. Conformismo. Caridad. Y la realidad regulada por las leyes del mercado. Un juguete, dos juguetes, o ninguno. Sí, alguno, siempre. Consumismo. Pero el dios mercado no paga los impuestos del valor y el costo de la ilusión, incertidumbre y expectativas que vende. De la desilusión que genera, de los estragos que comenten sus socios también proclamados como dioses, o como el único dios.
Y así en nombre de la fe se espera algún milagro.
Y así hay reyes, y profetas, y los santos artistas de los ademanes sobre un balcón que saben que son ellos, los niños, los que más tarde alimentarán y sostendrán su industria, su empresa, jamás permitirán que abdiquen los Reyes Magos.
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