Diario UNO de Mendoza (página 10), 5 de febrero de 2014
El parque General San Martín es ese lugar que alguna vez fue el lejano oeste, una serie de cerros y piedras, un poco de flora nativa y un impensado negocio inmobiliario, y que ahora se resiste a ser un basurero. Nació con visión “futurista”, como una idea urbanística, política y cultural, y así se expandió, creció y también se avejenta.
No es sólo un paseo. En el Parque, algunas de sus calles son avenidas que unen barridas y puntos estratégicos de la ciudad. Otras son pequeñas pistas para picadas. También están las calzadas donde los niños dan sus primeros pedaleos sin rueditas, donde patinan y corren adolescentes y adultos esquivando los titubeantes vehículos conducidos por quienes aspiran a la condición de conductores, porque ahí mismo y entre trotadores, ciclistas y patinadores zigzaguean los motores de la industria que enseña a diferenciar acelerador de freno para un posterior carnet.
Que el árbol tape el bosque o que sea una perfecta escenografía. El Parque es el lugar para esconderse y para mostrarse. Ahí se ocultan para lo tan sencillo, cotidiano y prohibido, o para lo condenado; con sus puntos, circuitos y horarios. Senderos de secretos y rutinas prefijadas, de viejos conocidos por conocer algo nuevo. También es el espacio para la exposición, y no sólo al sol, y sobre todo de los políticos para tostar su camaleónica piel durante un suave y circular recorrido, sino también de aquellos que necesitan lucir su último modelo, de lo que sea, como sea y con quien sea, tanto a la tarde, al anochecer o entrada la madrugada. Estacionamientos, rotondas, circuitos, prados con sus códigos y sus tribus. Algunos aprovechan bien el Parque, le sacan el jugo ya que utilizan todos los espacios, esos para esconderse y esos para mostrarse. En ambos apelan a la condición máxima de la mendocinidad, la decondenar al otro a el lugar que no están ocupando en ese momento. El Parque es por sus árboles, por esos que resisten, por los que se secan y están, por los que se caen, y también por aquellos que suplican agua, o por los sensibles que piden que se silencien los clásicos musicales infantiles de los ‘60 que se propagan sin clemencia de la calesita y no hay corteza que resista.
En el Parque lo que más florece es la basura y los que más se quejan de ella son los mismos floricultores de basura, quienes se solidarizan y comparten con la humana mendocinidad lo que durante unos minutos les fue propio e íntimo, como botellas plásticos, bolsas de snacks, paquetes de cigarrillos, botellas de fernet, pañales y condones.
Ese inmenso lugar que cada vez el verde le dura menos tiene su pequeña fauna autóctona, una impuesta y otra que llega de a ratos con un paseador detrás. Aún quedan algunos pájaros, esos que sobreviven a pericotes y a los fuegos de artificio que durante dos o tres meses coronan casamientos o egresados en los clubes que alambran el Parque. El espacio verde mayor de la provincia tiene lago, sus algas y pescadores, sus mitos, sus leyendas, sus micros descapotados con turistas que fotografían esa mendocinidad que se parece tanto a eso que no se acuerdan dónde también lo vieron y lo escucharon.
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